Recuerdo con nitidez la primera vez que una bomba lacrimógena cayó junto a mí. Parque Bustamante, llegando casi a la plaza italia (a la verdadera, no a la que a la gente progre u optimista le gusta llamar la plaza dignidad, esa era la plaza baquedano), que está al lado de la ridícula y anacrónica (dos palabras esdrújulas, y por ende, bien sabemos, ridículas) torre telefónica, una torre que parece un celular noventero. El gas se metió en mi piel, mis ojos, mis mucosas, mis pulmones, irritó mi corazón y lo hizo hervir de rabia y miedo y una infinita tristeza de no comprender. Creía que me moría, sabiendo que solo era gas lacrimógeno (en ese entonces más suave que el de ahora, quién sabe qué más le ponen).
Recuerdo con nitidez la primera vez que vi a una persona golpeada por un policía. Alameda, vereda sur, junto al cerro Santa Lucía. Una marcha estudiantil había concluido, no quedaban más que lxs porfiadxs de siempre peleando con la policía cerca del metro Universidad de Chile, sólo unas cuadras más abajo. Yo caminaba en sentido contrario a los disturbios junto a un grupo de compañeras del liceo. En una esquina, una muchacha yacía en el piso sangrando, otras dos la asistían y a pocos metros un grupo de cuatro o cinco increpaba o más bien insultaba a dos bastardos disfrazados de tortugas ninja. Sentí unas ganas terribles de llorar y volver corriendo al lugar al que momentos antes daba la espalda.
Recuerdo con nitidez la primera vez que yo fui golpeada por un policía. Ex Congreso, muy cerca de la Plaza de Armas, un tumulto se agolpaba afuera del ilustre palacio. Yo junto a una valla papal, apretada en el mar (quizás es exagerado decir mar, digamos mejor laguna o estuario o humedal) de gente ya no recuerdo si queriendo entrar al edificio o evitando que la policía lo hiciera, había compañeras dentro. De pronto la luma de un policía embistiendo perpendicularmente la boca de mi estómago, dejándome sin respiración. Yo tendría unos diecisiete años pero me veía de trece o catorce, en todo caso una adolescente de cuerpo frágil, infinitamente vulnerable ante la bestia que sin embargo se sintió lo suficientemente amenazada por mí (o por la masa de gente de la cual estaba siendo parte) para atacarme físicamente, pese a ir armado y cubierto, pese a su enorme cuerpo mucho más pesado que el mío.
Recuerdo con nitidez que momentos antes o después de recibir el golpe, a pocos pasos de allí estaba Camila Vallejo sentada en el piso, al centro de un círculo de personas igualmente sentadas en el piso, como escoltándola o protegiendo su democrática (otra palabra esdrújula) figura con un radio de tres o cinco metros de cívico inconformismo pacifista. A ella naturalmente ningún policía la golpeó ni dejó sin respiración en esa ocasión. Ya entonces era una completa celebridad y aunque muchxs intuíamos en qué dirección iba todo aquello, nadie habría podido saber (tenido cómo saber, cómo afirmar con certeza a pesar de que las especulaciones no faltaban) que once años después esa misma muchacha sentada decorativamente en el piso -no tirada ni sangrando, ni asistida sino que escoltada- sería la voz del gobierno de turno.
Ella y yo ya éramos entonces de distinto bando, y aunque ella no lo sabía (o no lo habría querido admitir, mientras que ahora es indesmentible), ella estaba en el mismo bando que el policía asesino que golpeaba y dejaba sin respiración o sangrando en el piso a muchachas evidentemente desarmadas.